Benedicto empujó la puerta lentamente; de adentro salió una
agrura de medicina.
Puso el sombrero de lona sobre la banca y siguió en la
masticadera de desesperanza.
Del cuarto vino la luz de la mujer, un remedo más bien:
- …
nedicto.
- Mjú-
(balbuceó él).
-
¿Nada?- (la pregunta difícil)
Benedicto tardó un trago de saliva para contestar; para
mentir, que eso fue.
-
Comprá cigarros pa los que vengan- dijo nuevamente el susurro de la esposa.
A Benedicto le dieron ganas de fumar (Desde anoche no lo
hacía).
El olor de la medicina era ya parte de él mismo. Sus ropas,
su sudor, su angustia.
-
Lina- dijo al rato, con el ánimo de que le creyera-, ya compré la caja.
La mujer sollozó. Ella misma no supo cuál de los dolores era
el que le salía ahora.
Benedicto se acordó de un cabo de puro que había guardado.
(Fue en el momento de la nueva congoja, esa otra que hizo más alta la estiba de
congojas, cuando lo guardó).
Fue una astilla de alegría, que estorbó con su soledad la
carretada de tristezas. Se paró rápidamente y fue a encenderlo con un tizón, y
volvió a la banca a seguir siendo estatua.
Por algún lado se colaba una brisa. Benedicto trató de
buscar por dónde era, pero la mirada se fue tras el humo del cigarro. “Tal vez
a Lina le caiga bien un poco de aire”- pensó. Podía ser que tuviera pereza de
tapar la rendija, pero estaba cansado. No tenía sueño, ni hambre, pero tal vez
lo que le hacía falta era dormir y comer.
La tos convulsa de la mujer lo desacomodó de nuevo.
- Si
hubiera jarabe de pino blanco- pensó.
-
Lina- dijo- ¿Te froto otra vuelta?
- Ya
no hay guayacol- contestó la mujer.
El hijo, ya iba a cumplir los dos años. Pero ya no os
cumpliría. Pensaba el padre: “Ahora, el día de San Benedicto, lo hubiéramos
mudado con el vestidito nuevo. De haberlo sabido se lo ponemos antes,
para que no lo estrenara de mortaja.
Las lágrimas gruesas salieron, por suerte. Mejor que fuera
así, porque si no habría salido un sollozo, y él no quería impresionar a Lina.
-
¡Cómo hará Lina para aguantar tanto!- pensó Benedicto:
- Yo,
por lo menos, estoy alentado. Pero ella, ¡Y ahora en cuarentena!
Se vio muy mal Lina en el parto. El del niño que ahora
deberían enterrar fue normal, a pesar de que en ese entonces era primeriza. El
siguiente ya la cogió con anemia. La mala cosecha de ese año, en el que
Benedicto no sólo tuvo que entregar el producto a don Porfirio por el préstamo
para la siembra, sino quedarle debiendo, casi se vuelve mala cosecha de
Lina. De ahí nació su tos.
Pero no fue tan mala esa noche: el segundo retoño, aunque
revejido, ahí anda gateando sus doce meses. Ahora este último, nacido en la
miseria, en la enfermedad, en esa tos que ahora la hace escupir sangre:
- …
nedicto- dijo quedamente.
- Mjú.
- ¿Le
ponemos Benedicto también, para reponerlo?
- Dios
primero no habrá de morirse- contestó el hombre.
La mujer sollozó. Benedicto también sollozó.
El aire, pesado de olores de medicina, era un aire de
lágrimas y de muerte.
Las flores, que adornaban el cuerpo del niño muerto, ya
estaban marchitas.
Benedicto contempló al difunto. Al colocarle sus labios en
la frente, sintió adentro su frío.
Una a una, como chuzazos, se repitieron las palabras de don
Porfirio. Igual a como le estuvieran martillando cuando hacía de estatua en la
banca, junto al sombrero de lona, entre los vapores del guayabal, ante las
ganas de fumar.
“Para poder prestarle yo, Benedicto, usted tiene que ponerse
al día con el saldo que me adeuda. Si no, ni un cinco. ¡Ni un cinco!
“Pero don Porfirio”- había dicho Benedicto- “es un caso de
caridad cristiana. ¡Hay que enterrar al niño!”.
Don Porfirio siguió empacando libras de azúcar detrás del
mostrador. Después, entre dientes, murmuró: “piensan que a uno le cae la plata
del cielo”.
A Lina le preocupaba lo de la vela. Porque el chiquillo
murió en la tarde; y en la noche, cuando Benedicto y tres vecinos lo velaron,
no hubo cigarros, ni café, ni un trago. (“Buena gente”- había dicho Benedicto).
Lina por eso le encargaba, “ahora que ya todo se había
arreglado”, a comprar cigarros, para darles a los vecinos que llegaran al
entierro. Más vale tarde que nunca, pero en las velas hay que dar cigarros,
pensaba Lina y Benedicto así lo creía también. “¡Por lo menos un cigarro a cada
uno!”
Se levantó y fue al cuarto (ella dormía convulsamente). Tomó
el alcohol para humedecer un pañuelo y ponerlo en la frente de Lina, atizada
con la calentura.
El también se puso un poco en la nuca, por si el aire lo
molestaba luego.
Observó de nuevo a la mujer: estaba pálida, flaca, casi
terminada. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
La tos, otra vez, vino a mortificarlos.
- ¿A
qué hora se lo llevan?- preguntó Lina.
- Ahorita-
mintió él.
-
Benedicto no le hallaba solución al problema. (“Al no hay que enterrarlo:
¡Ni un cinco!... ¡Ni un cinco!... “ Las palabras de don
Porfirio eran como el golpe de un pico sobre la tierra buena).
Y Benedicto comenzó el delirio: lo envolvería en una sábana
y él mismo iría a enterrarlo al potrero. Allí haría un hueco, sembraría flores.
Sin flores y sin cruz tendría que ser. Si ellas se ponen
intervendría la autoridad, por haber hecho un entierro a escondidas, sin los
trámites usuales.
“¿Sin flores y sin cruz?- se dijo Benedicto. ¡NO!: él no es
un perro”.
No pudo soportar el peso de sus pensamientos: salió al
corredor y lloró.
Ya más sereno entró de nuevo a la casa. Tomó el hacha y la
pala (tanto que las cuidaba), y salió. De paso se llevaría el yugo y el arado y
lo que fuera.
-
¡Aunque tenga que venderme yo mismo!- dijo quedamente, tragándose una amarra de
salivas.
Se fue por el trillo. Por su mente transcurrió la imagen de
un entierro, en cajita blanca, con flores, con niños, con ángeles.