Buscador de Articulos

g

martes, 1 de marzo de 2011

La Novia de Liberto, Manuel Rivas

La novia de Liberto
Manuel Rivas

Mi amigo Eloy tenía un muñeco de ventrílocuo al que llamaban Liberto.  
Vestía el muñeco un pantalón de peto de color azul, hecho en Mahón, y una camisa de franela a cuadros rojos y blancos. Liberto vivía en una maleta. Allí pasó larguísimos años sin ver la luz, como un topo en el desván, después de que desapareciese su verdadero dueño, un tío abuelo de Eloy, conocido por Rubí, que tenía ese don de hablar con el estómago y sin mover los labios.
Lo que sabemos de Rubí, por lo poco que nos contaron, es que era zapatero mañoso y un solterón muy juerguista en su tiempo de ocio. Había recorrido todas las tabernas de la, comarca con su compañero Liberto, que él mismo había construido, y pagaba aguardiente por dos, aunque se lo bebía él todo. Rubí tenía un habla calma e irónica, pero, en la voz de Liberto, era todo chispa que no se mordía la lengua. El final de¡ relato de Rubí es que tuvo que huir cuando la guerra, que lo hizo por la frontera de Portugal y que le dieron por muerto, pues nunca se volvió a tener noticia de él.  
Liberto retornó al mundo de la luz gracias a nosotros.  
Mis padres iban siempre de vacaciones a Gardarás, donde habían nacido. Vivíamos en la casa de Aurora, mi tía, que había heredado la casa de los abuelos. Excuso decir que Aurora era de buen corazón, pero de un genio endemoniado. Era soltera, pero no juerguista Al contrario. Nos recibía con los brazos abiertos y bandejas rebosantes de comida, pero los niños eran para ella como esa clase de duendes que mean por la noche en el cazo de la leche. Desde crío, en esas vacaciones, mi hogar natural era la casa de Eloy. Allí los niños eran bienvenidos e incluso celebrados por sus travesuras.  
Un día, curioseando con Eloy en el desván, abrimos la maleta donde vivía Liberto. Nos miró fijamente con sus ojos de esmalte azul, y Eloy cerró de golpe la maleta con espanto.  
Era la tarde de un domingo, y los mayores estaban en la cocina mirando un programa que se llamaba Reina por un día. En la casa de Eloy tenían televisor porque lo había traído su padre de Alemania, donde trabajó de ebanista un una fábrica de muebles. Se reunían muchos vecinos como si fuese un cine.  
En el programa Reina por un día aparecía cada domingo una mujer que lloraba mucho por la emoción. Se notaba que las mujeres que miraban la televisión también estaban a punto de llorar.   
-Mamá -dijo Eloy tirándole de la manga-, ahí arriba, en el desván, hay un hombrecito.  
-Sí, niño, sí -dijo la madre. Y siguió mirando como si nada el Reina por un día.  
Nosotros también miramos. A la mujer de la televisión le hacían regalos, uno por cada hijo, Al parecer, había tenido 16. Así que no me extrañaba que llorase de emoción, con todos aquellos 16 paquetes con lacito delante de sus ojos.  
Pasaron los minutos, y Eloy y yo perdimos el interés, así que volvimos al desván. Nos acercamos a la maleta con mucho tiento, como si fuese una ratonera. Luego, puestos de acuerdo por el instinto, comenzamos a golpearla a pufictazos y patadas. Fui yo quien se atrevió a pegar la oreja al forro.  
-¿Se oye algo? -preguntó Eloy.  
-Un lamento. Parece que se queja inventé yo.  
Haciéndome el valiente, como sí fuese uno de los del barrio de Katanga, que deshacían todas las verbenas en A Coruña, abrí la maleta. Los ojos de esmalte azul se clavaron en mí como dos faros en noche cerrada.  
Fue entonces cuando noté aquel bullicio en el estómago, Me nacía viento. Y ese viento iba a más sin Yo querer, corno el fuelle de una gaita, y luego hablaba por mí.  
¡Manda carallo!, dijo el muñeco. ¡Tarde piaches!.  
Años después, en un libro, tendría conocimiento del caso Toni, un irlandés americano que comió un plato de lentejas tan calientes que se le quemó el esótago, y de la investigación que con él hizo el profesor Stewart Wolf, de Okláhoma. Recuerdo el lugar porque siempre me gustó decir en voz alta: ¡Oklahoooma!. A Tom habían tenido que hacerle una perforación en el estómago para introducirle la comida. Pues bien, por ese agujero, el doctor Wolf pudo comprobar, en un estudio que duró años, la relación entre el estómago y las emociones. De entenderlo literalmente, el alma habita el estómago y no el corazón. Debe ser por la amplitud y porque el alma es muy golosa.  
Aquel día, en el desván, Eloy y yo nos miramos con mas sorpresa que miedo. El muñeco me parecía ahora un bicho maravilloso. Un extraño valor, quizá el haber pensado en la banda de los de Katanga, me llevó a alzarlo en brazos. Pesaba como una osamenta de enano. Sin mediar ninguna intención, mire hacia Eloy y escuché de nuevo aquella voz de viejo burlón que me salía de las vísceras.  
¡Hola, Jorobadito!.  
A Eloy se le abrieron los ojos como si escuchase la burla de un diablo. Así era el apodo por el que era conocida su familia en privado. Los jorobados. Era una cosa que venía de muy atrás. Nadie ahora tenía joroba en la familia. El último Jorobado había sido precisamente Rubí. La gente le pasaba la mano por la espalda porque daba buena suerte, y se cuenta que entonces el muñeco Liberto decía cabreado: ¿Por qué no metéis la mano en el culo?.  
Cuando bajamos con el muñeco, los mayores estaban todos atentos a la pantalla con un brillo de lágrima retenida en los ojos. Era el momento final de Reina por un día. No prestaron, en principio, atención al bulto que traíamos. De nuevo se me llenó de aire el fuelle del alma y estallé sin querer.  
¡Pobre reina la reina por un día!, exclamó el muñeco.  
Recuerdo muy bien aquella mirada colectiva. Yo había hecho frente a esa amenaza, pero de manera individual, encarnada, por ejemplo, en la mirada fulminante de la tía Aurora después de pisar su alfombra turquesa con los zapatos enlodados. ¡Qué rico, el niño!, decía. Y sus ojos me atravesaban como alfileres.  
Pero ahora era un par de docenas de ojos los enojados que me tenían por objetivo. Mucho más tarde, por decir lo que no debía en campo errado, llegaría a definir aquella sensación. Era el efecto guadaña.  
-¡Tranquilidá, tranquilidá! -dijo entonces el muñeco para disculpar la interrupción.  
-¡Ay, por los clavos de Cristo! ¡El Liberto!  
Fue la abuela de Eloy, con su mirada miope., la primera de todo el grupo adulto que reconoció al muñeco. La televisión quedó entonces como un destello de fondo. Liberto era ahora el celebrado centro de la reunión, iba de regazo en regazo, e incluso le dieron a probar anís, pero no volvió a hablar en aquel atardecer que se hizo noche y luego sueño.  
Volvimos cada año de vacaciones. De vez en cuando, Eloy y yo subíamos al desván para abrir la maleta y charlar un poco con Liberto. Le contábamos a nuestra manera las novedades de Gardarás y los descubrimientos de la vida. Y él decía mucho, desde su barriga: ¡Manda carallo!  
El año pasado fue la última vez que estuve con Eloy. Y con Liberto. Este año no volveré. Creo que no volveré jamás.
Eloy está terminando derecho y yo fiIología. Los dos estudiamos en Santiago, pero casi no nos vemos. Tenemos vidas muy distintas. Él anda mucho por el Ensanche, en los bares de copas de la parte nueva. Y yo... Bien, yo paro en otra parte. No hay más que explicar.  
El caso es que el pasado año fui a casa de Eloy en la primera noche de nuestro verano. Era noche de fiesta, la noche de San Juan. En Gardarás se conserva la costumbre de las hogueras y de las sardinas asadas acompañadas de pan de maíz. Allí estuvimos, con los vecinos. Las chicas van crecidas, como nuestra edad, y los viejos nos hacían bromas: ¡Aún habéis de casar en Gardarás!.  
Muy entrada la noche, en la hora del café con orujo, cuando sólo quedaban los viejos alrededor del fuego, Eloy, con los ojos algo enrojecidos, se acercó en confidencia y me dijo: ¿Por qué no vamos a buscar novia al Saltón.  
Ése era un chiste que se hacía en Gardarás. El Saltón era el país del monte, con aldeas todavía medio aisladas. Para los de Gardarás era el mundo de lo remoto. Cuando alguien decía una blasfemia fuerte o hacía una cosa con torpeza, se le decía: INÍ que fueses de Saltón'.  
Pero Eloy me guiñó un ojo como si hablase en veras, con esa voz que tienen los parranderos de la casta de los Jorobados: ¡Venga, hombre, vamos a por novias al Saltón'.  
Estaba medio borracho. Yo también.  
Ni siquiera sabía muy bien lo que era ir por novias al Saltón. Iría por ellas a cualquier parte.  
Y entonces recordé a Liberto  
-Yo voy -le dije-, pero si llevamos a Liberto.  
Eloy tardó un poco en entender.  
Miró hacia las brasas como si leyese una historia antigua y luego estalló en una risotada.  
-¡El Liberto ¡Pues claro que llevamos al Liberto!  
Fuimos por la carretera en el coche de Eloy y luego lo dejamos a la vera de un seta de laureles.  
-Ahora es mejor ir a pie -dijo Eloy, siguiendo la ruta de las hogueras,  
Y era cierto que desde allí se veían tres o cuatro fuegos como grandes luciérnagas destellando en las faldas de la noche. Yo llevaba la maleta con Liberto.  
En la primera aldea a la que llegamos nos recibió un perro que ladraba sin mucho entusiasmo. En las noches de San Juan, los perros ladran poco porque suele haber restos que roer alrededor de las hogueras. Al lado del fuego, como centinelas de la noche, había sólo dos patriarcas que nos invitaron a licor café. Después del trago, y de saber que veníamos de Gardarás, de tal y tal familia, nos preguntaron con sorna:  
-Y entonces, ¿que os trae por aquí?  
-¡Buscamos novia! -dijo Eloy con la alegre resolución de un borracho.  
-¿Novias, eh? ¡Pues mozas, mozas, mozas buenas, las hay más allá! -dijo el más socarrón, señalando lo alto.  
Como sí fuese un faro para navegantes seguimos hacia la siguiente hoguera. Eloy propuso un atajo y cogímos un sendero. Pronto nos dimos cuenta de que estaba en desuso, invadido por zarzas. Yo echaba por delante la maleta de Liberto, abriendo paso en la espinosa selva. Las circunstancias nos habían ido despejando y tuve la impresión de que la luna se reía de nosotros.  
-¿No sería mejor volver? -le dije a Eloy.  
-Ahora ya estamos llegando -dijo él sin aliento y con mucho amor propio.  
No había nadie alrededor de la hoguera. Ni un perro.  
Ibamos a dar la vuelta y regresar hacia Gardarás cuando se encendió una luz y asomó en el vano de una puerta un viejo con linterna y bastón..  
-¿Buscan a alguien?  
-¡Buscamos novia, patrón -gritó Eloy con desvergüenza.  
-¡Pues aquí hay mozas! -dijo el viejo muy serio.  
Había un olor a fuego fatigado que la brisa expandía como polvo de luna. Yo me había quedado espetado en el suelo con la maleta, a la manera de un viajero que baja en una estación sin letrero.  
Eloy me empujó: ¡Avante, Tenorio!.  
Era una casa de labranza, construida en piedra, madera y pizarra, con la excepción del ladrillo visto que tapiaba los antiguos comederos que daban a la cuadra del ganado. Nada más entrar se subía a la cabeza un perfume bravío a verdura lavada, a leche recién ordeñada y a estiércol no lejano. Había una luz, la película íntima, velada por el humo el lar, que alentaba en el rincón del fondo como un animal de los cuentos.  
Sentada en un banco de la chimenea había una anciana vestida de luto que cosía con la cabeza muy gacha. Era como si se hiciese una costura con hilo de las pestañas. Me fijé mucho en ella porque el patriarca de la casa nos condujo allí, al lado del fuego.   
El viejo dio unas palmadas y gritó: ?¡Niñas, bajad que hay visita!.  
En verdad, la joven que bajó del primer piso tenía un rostro de niña, de manzana colorada. Su cuerpo, no obstante, era ya el de una mujer hecha, de pecho generoso, y con los brazos desnudos y robustos. Pensé que sería capaz de dar besos con dulzura en la cama y luego ir a segar en un santiamén la dura maleza de un monte. Nos sonrió con timidez y, luego se sentó en el vano del lar, sobre la piedra, muy cerca de Eloy.  
-Se llama Lidia -dijo el viejo desde la mesa donde se había acomodado. Ahora llevaba gafas y se disponía a leer El Progreso. No sé por qué, pero tuve en vida de él en aquel momento. Debe ser que también a mí me gusta leer en la noche, como quien huye por una ventana cuando los demás charlan y tienen que tejer una red con palabras tópicas.  
-Pues sí, me llamo Lidia -dijo Lidia con una sonrisa de verbena.  
-¡María; baja, mujer, baja! -volvió a clamar el viejo sin apartar la vista del periódico. Y luego murmuró: Baja, que no te van a comer-. Sin disimulo, Eloy y yo estábamos al acecho como cazadores de perdiz. Y a mí me dio un salto de horror el corazón. Alguien bajaba finalmente por la escalera, y era el perfil de una sombra enlutada, la cabeza también cubierta por una pañoleta negra. Por la manera de balar los peldaños, engurruñada, a punto de caer, parecía una gemela de la vieja ida que cosía.  
Es María, dijo Lidia con tono triste.
Eloy carraspeó como quien quiere ahuyentar la borrachera. También él tenía ahora la noche atragantada.  
Viendo la fiesta sin futuro, me acordé de Liberto. Abrí la maleta y me lo llevé al regazo. Lidia se rió con nerviosismo y Eloy nos miró con una melancolía. somnolienta. Noté en las vísceras el fuelle del aire y mi mano activó el alma de madera de Liberto: ¡Despierta y aviva, corazón, que están contigo las flores de Saltón!.  
Por vez primera desde que llegamos, la vieja que cosía apartó la vista del paño y observó con curiosidad al muñeco.  
Cosa, señora, cosa, dijo Liberto señalando de soslayo al viejo, de nuevo concentrado en la lectura. ¡Cósale al lagarto el rabo!.  
Ayudado por el humor de Liberto, vencí la repugnancia y busqué el rostro de la recién llegada. Sentí ahora que era yo el muñeco articulado, al que alguien hacía temblar los labios. En la visera de la pañoleta asomaban unos rizos castaños y sus ojos eran dos gemas verdes que destellaban en la penumbra. Podríamos decir que no tenía edad y que era hermosa porque sí.  
También Eloy reflejaba el asombro de aquella extraña aparición. Aceptamos reanimados el café que nos ofreció la niña Lidia, a quien el calor había hecho madurar. Luego, como si correspondiese a una selección natural, Eloy y Lidia cuchichearon y yo quedé con María de frente. Hechizado. Le dije cuatro tonterías. Que era de Gardarás, pero que me había criado en la ciudad y que estudiaba filología.  
-¿Por qué estudias eso?  
-Porque me gusta la historia de la palabras -le dije algo avergonzado.
-¡Las palabras! exclamó ella. luego murmuró-: Les feuilles mortes.  
Yo sabía lo que ella había dicho, entendía, pero no podía entender que ella lo dijese.  
-¡Eso es francés! exclamé con asombro.  
-Sí -dijo ella con una sonrisa triste-, eso es francés.  
Durante un rato permaneció en silencio, como ausente. Luego añadió  
-Yo estuve mucho tiempo en París ¿sabes?  
-¿Emigrante? -pregunté atontado  
-Claro. ¿De qué iba a ser? Limpiadora. Fregona. ¿Fumas?  
Eloy sí que fumaba. Le pedí un pitillo con urgencia. María lo llevó a los labios y lo encendió con un tizón de fuego. Echó una nube de humo y luego tosió. Muy fuerte, como si le estallase el pecho.  
-¡No fumes, María! -gritó con una orden el viejo desde la mesa-. ¡Sabes que no puedes fumar!  
Los ojos de ella estaban ahora enrojecidos y hermosos como llamas vi des. La piel de la cara era pálida pon lana con pecas de color café.  
-Así que estudias filología -di María con una forma de hablar que parecía doblarse en eco.  
-Sí, románicas.  
-Románicas, claro. Debe ser interesante.  
Y luego, ajena a mí, ajena a todo hipnotizada por las llamas, María cantaba en voz baja: En ce temps-lá la était plus belle et le soleil plus brullânt qu'aujourd' hul. Le feuilles mortes se ramassen à la pelle  
Y entonces se cubrió la cara y comenzó a llorar con tal intensidad que las lágrimas asomaban entre los dedos De repente cesó el llanto. Descubrió el rostro, una luz de pradera después de la lluvia, y muy despacio me acanició las mejillas con las yemas de los dedos: -?¡Mon amour, mon amour! Las hojas secas se caen al suelo.  
Se hizo un silencio de dolor antiguo. Eloy que había avanzado jugueteando por las rodillas de Lidia, me miro con inquietud, como quien pide una explicación. Sólo Liberto, dentro de mi fue capaz de decir algo. Una vieja copla: Yo no sé lo que me diste que no te puedo olvidar, de día en el pensamiento, y de noche en el soñar.  
-¡Ya está bien, María! -gritó el viejo. Y luego, en tono más suave-: Deja ya de llorar, mujer. Mejor vete a dormir.  
-Pobrecita -dijo Lidia.  
Se había levantado y la tenía abrazada por detrás, por los hombros, con la cabeza de María apoyada en su vientre.  
-Volvió enferma. ¡Sabe Dios cuánto sufrió, tan bonita! Se le metieron los nervios en la cabeza.  
Liberto todavía acertó a hablar: Merci, dame, la plus belle.  
Llevado por un desasosiego mecánico, metí al muñeco en la maleta. Antes de que la cerrase, la vieja que cosía lo miró con pena y dijo, haciendo la señal de la cruz: ¡Ese hombrecito! Así y todo, tenemos que dar gracias a Dios por ser como somos.  
No. Este año no volveré a Gardarás. No sería capaz de mirar hacia las laderas de oscuros óleos verdes del montañoso país de Saltón. De día en el pensamiento, y de noche en el soñar.
Manuel Rivas
Breve reseña sobre su obra
Manuel Rivas nació en La Coruña en 1957. Con sólo 15 años se inició en la actividad periodística, tarea que continúa desarrollando a través de colaboraciones en diversos medios de comunicación.  
Su primer libro apareció publicado en 1981. Se trata de la colección de poemas Libro de Entroido, a la que le siguieron Balada nas praias do oeste (1985), Mohicania (1987) y Ningún cisne (1989).  
En 1985 publicó Todo ben, su primera novela, y en 1989 el ensayo Galicia, el bonsai atlántico, donde se ilustran las distintas y a menudo contradictorias facetas de la realidad gallega.  
De 1989 es la colección de cuentos y poemas Un millón de vacas, publicada inicialmente en gallego y luego en español, lo que suele ser norma habitual en Rivas.  
Pero el éxito de crítica y público le llegaría con la publicación del excelente libro de cuentos ¿Qué me quieres, amor?  
Rivas se ha definido alguna vez como un cuentista . Para mí, el cuento es un género futurista, ha dicho el autor, se relaciona con la forma de percepción contemporánea, con esa realidad anfetamínica que parece presentar la vida como una sucesión de video clips. Pero me parece muy gracioso que se divague sobre la muerte de la novela al mismo tiempo que se deforestan miles de hectáreas de bosques para publicar novelones...  
Una novela será, justamente, su siguiente libro: El lápiz del carpintero (1998). En él Rivas retorna varias de las constantes de su obra : el interés por la guerra civil, la exaltación de los personajes más humildes y lo mágico como componente esencial de su estilo.  
En El lápiz del carpintero, en efecto, el autor gallego vuelve a homenajear a las víctimas más nobles de la guerra civil y la represión franquista a través de una historia de amor e impiedad. Respecto de lo mágico, el autor justifica su presencia en estos términos: La tradición literaria gallega asume como normal estas cosas, los sueños también forman parte de la realidad. A mí me interesa mucho la idea de la imaginación por la necesidad. La invención como respuesta a la necesidad de vencer el dolor, de conjurar el mal. La realidad es un pequeño círculo en el universo de lo real. No nos engañemos : lo mágico, también.  
De 1999 es su último libro de cuentos, Ella, maldita alma. Son trece relatos que tratan temas diversos como el amor, la niñez , la muerte o la evasión de la realidad. Todos ellos tiene en común el lirismo que caracteriza su estilo y que de alguna manera deja en segundo plano a la trama argumental para crear textos en los que el clima, la atmósfera se apodera del discurso.  

La novia de Liberto pertenece a Ella, maldita alma, Madrid, Alfaguara, 1999.   
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario